Jueves, 21 de septiembre de 2023
El debate sobre si la paella sale mejor en cocina de gas o en vitrocerámica quizá sea uno de los más polarizados en la gastronomía de España (y no solo en la Comunidad Valenciana). En cualquier caso, ambos bandos energéticos comparten una base común: la necesidad de calor para convertir un puñado de ingredientes, con el arroz como protagonista, en un plato delicioso.
Hablar de energía y alimentación es hacerlo de nuestra propia evolución como especie, puesto que la relación de la cocina con la energía se remonta a nuestra prehistoria y desde entonces no se han separado. Según una investigación de la Universidad de Harvard, hace 1,9 millones de años el Homo erectus ya cocinaba sus alimentos. Se trata de un dato histórico evolutivo importante porque ingerir carne pasada por el calor del fuego nos permitió suavizar la textura de los comestibles. Un detalle en nuestra alimentación que trajo, sin embargo, un gran cambio en nuestra forma de vida. Gracias a aquella primera cocina, la hoguera, necesitamos menos energía y tiempo para masticar.
El primer cocinero del mundo, el Homo erectus, logró que de pasar un 48% del día comiendo no necesitáramos más de un 5%. Hasta nuestros dientes molares se redujeron, pero ese era solo un cambio físico. Más tiempo libre, más tiempo para nuevos descubrimientos y avances. Todavía faltaban miles de años, en cualquier caso, para que empezáramos a refinar recetas, una cuestión gastronómica indisolublemente unida al uso y tipo de energía. Porque si arrancamos con el modo barbacoa, el siguiente paso fue el de la cocción. ¿Los primeros en hacerlo? Los egipcios y los babilonios, pioneros en usar unos incipientes hornos de piedra.
Habría que esperar hasta la Edad Media para que se inventara la plancha y el horno de leña. Ahora sí, había nacido la cocina moderna. La Inglaterra de 1630 nos trajo un avance que al principio muchos consideraron algo loco, el horno de carbón. Lo patentó John Sibthrope, los poetas lo llamaron “fuego cautivo” y quizá por eso hubo quien tuvo sus reticencias. Pero el tándem energía+cocina era ya más que inseparable.
No tardó mucho en llegar el hervidor de vapor aunque la verdadera revolución estaba en camino: la cocina de gas. La primera se basó en un avance ideado por un alemán en su laboratorio químico. Fue un británico, James Sharp, quien patentó la primera cocina de gas en 1826. Un reputado chef victoriano de Londres llamado Alexis Soyer, una especie de divulgador e influencer de la época, le echó una mano con el marketing al decir que la cocina se podía apagar cuando no se estaba cocinando. Era un gran avance frente a la leña y el carbón. No sólo por el ahorro, sino porque ya existía conciencia sobre la contaminación de las energías fósiles.
Como con todas las nuevas tecnologías, hubo quien tuvo sus recelos frente al uso del gas, pero ya no había marcha atrás. Habría que esperar 66 años para llegar a la siguiente revolución energética en la cocina. Sucedió al otro lado del Atlántico. Allí, el inventor canadiense Thomas Ahearn registró un “horno eléctrico”. Se sabe que el invento había servido para dar alguna comida en el hotel Windsor de Otawa pero se mostró al mundo en la Exposición Universal de Chicago de 1833. Tardaría mucho más que la cocina de gas en extenderse por varias razones. La primera, como con el resto de avances, la desconfianza ante las novedades; la segunda y probablemente la que mejor explica ese retardo, que la electrificación aún estaba lejos de llegar a todas las zonas habitadas de Occidente.
Ahora bien, una vez que la electricidad entró en la cocina, nunca salió de ella. A la vez, se abrió un mundo nuevo. Fue por equivocación, esa forma casual a la que tenemos que agradecerle muchos inventos, que un estadounidense dio con lo que llamaríamos la vitro: el vidrio-cerámica. Donald Stookey se confundió al poner la temperatura del horno. Al alza: quería calentar vidrio a 600 grados y lo hizo a 900. Corría 1953 y pronto se vio que servía para cocinar. El hombre que encendió la chispa de la vitro, prolífico inventor, dejó además otros avances en el mundo de la óptica y la fotografía.
De la nueva vitrocerámica se desarrollaría más adelante la cocina de inducción. En sus diferentes variantes, estas cocinas se instalan en muebles totalmente adaptados a los hogares y a las grandes estructuras industriales o de restaurantes para hacer más apetecible lo que comemos y no solo porque lo digan nuestras papilas gustativas, sino porque lo ratifica la Ciencia. En 1912, el francés Louis Camille Maillard le explicó al mundo que nuestro placer por algunos alimentos cocinados tenía una justificación química. Se llamó, por su descubridor, la reacción de Maillard y explica, en parte —el proceso todavía no está totalmente descifrado— por qué algunos humanos no pueden resistirse ante el olor, y sabor, de una buena barbacoa o un espeto en la playa.
Freidora de aire
Al igual que se investiga con sabores e ingredientes, se investiga con procedimientos que requieren de energía. No obstante, cocina y generación de energía son dos grandes campos del saber humano y, como tal, se orientan cada día más a la búsqueda del bienestar y la sostenibilidad. Entre los últimos grandes hitos conjuntos encontramos la invención del microondas, en 1945; y, ya entrados en el siglo XXI, la freidora de aire. Se presentó al mundo en 2010 y extendió su comercialización durante la pandemia. Actualmente es, sostiene la prensa estadounidense, el último gran electrodoméstico de moda. Permite cocinar sin aceite, una pequeña revolución en la forma de guisar, y también de comer, por lo que le supone a la dieta.
Pero, la relación de la energía con la cocina y sus ingredientes, incluidas las grasas, no se centra sólo en preparaciones o reducciones calóricas.
Al igual que las nuevas olas en gastronomía apuestan por el consumo de producto de kilómetro cero, producto local y de temporada para reducir la huella de carbono y fomentar la economía circular, la investigación energía+cocina avanza cada día más en el reciclaje de sus propios residuos. El gran ejemplo son los nuevos biocombustibles de segunda generación para motores a partir de aceites usados. Son los llamados biocombustibles de segunda generación (2G), que se producen a través de las llamadas materias primas circulares, como aceite usado de cocina y desechos agrícolas. Se trata de residuos que, de no reaprovecharse, terminarían en vertederos. De hecho, Cepsa ya está produciendo biocombustibles 2G en su parque energético de Huelva, habiendo realizado pruebas con éxito en aviones y barcos.
Estos biocombustibles pueden utilizarse en transporte terrestre, aéreo y marítimo, así como en la industria y, por su origen orgánico, logran reducir hasta un 90% de las emisiones de CO2 en comparación a los combustibles fósiles. La cifra confirma cómo confluyen de forma eficiente la investigación en cocina y en energía, ambas punteras en el uso y aprovechamiento sostenible de recursos naturales. No pueden dejar de serlo: porque tanto cocina como energía beben de la misma naturaleza, y a la vez, están siempre en constante evolución.
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