Jueves, 27 de abril de 2023
Es una tecnología joven, apenas tiene 14 años. Pretendía cambiar el mundo. Pero, de momento, se ha convertido en un problema energético. Las criptomonedas andan lejos de generar un brillo sostenible. La más famosa de los cientos que existen, el Bitcoin, consume al año 127 teravatios hora (TWh) de electricidad. Más que Noruega en el mismo espacio de tiempo. Solo en Estados Unidos hay 34 grandes minas, acorde con The New York Times, dedicadas a extraer criptodivisas, las cuales provocan una enorme presión sobre el sistema eléctrico. Además, añaden, según la ONG tecnológica WattTime, una contaminación en términos de carbono similar a incorporar a las carreteras del país 3,5 millones de coches. Únicamente en Texas, de acuerdo con un trabajo de la consultora Wood Mackenzie, el aumento de la demanda energética ha provocado que la factura de la luz de los ciudadanos suba un 5%. O sea, unos 1.800 millones de dólares al año. “Resultan insostenibles”, reflexiona Gavin Brown, profesor de Tecnología Financiera en la Universidad de Liverpool (Gran Bretaña). Y añade: “La Universidad de Oxford estima que las criptomonedas consumen el 0,63% de la electricidad del planeta. Una cifra ligeramente superior a Pakistán”. La transacción de un Bitcoin tarda diez minutos. Por comparar, Visa gestiona 1.700 durante un segundo.
Todo esto empezó con la esperanza de mejorar, claro, el planeta. En 2008, el enigmático Satoshi Nakamoto, creó el Bitcoin. Una moneda descentralizada. Es decir, que su uso y su validación fuera independiente de los Bancos Centrales. En lugar de confiar en esas instituciones para custodiar el dinero, la responsabilidad de verificar las transacciones recae en una especie de enorme libro de contabilidad público llamado blockchain. Bajo esta tecnología desparecen, en principio, los intermediarios y las comisiones. De haber existido en el París de Picasso sería una moneda libertaria.
Sin embargo, lo que tenía casi una apariencia de hobby se transformó, por sorpresa, en una industria inmensa. El valor del Bitcoin pasó de 1.000 dólares en 2017 a 60.000 dólares durante 2021. Aunque a partir de esa fecha ha caído con fuerza. Pero hay que mirar ambas caras. “El Bitcoin es un algoritmo y cada vez que se quiere añadir una transacción a una cadena de bloques (conjunto de operaciones) hace falta resolver una ecuación criptográfica compleja, eso se llama prueba de trabajo”, explica el profesor de Innovación en el IE Business School, Enrique Dans. Es sencillo. La “moneda” consiste en descifrar esa ecuación. ¿El problema? La competencia crece exponencialmente y resulta más difícil hallar los números. Porque solo un minero ganará la carrera. El 99,9% perderá y gastará energía inútilmente. ¿La opción? Poner a calcular cientos de miles de ordenadores (conocidas como granjas). Esto provoca que haga falta muchísima electricidad para encontrar la solución rápidamente y lograr el dinero digital. Pues los mineros que hallan esa respuesta son recompensados en bitcoins. La nueva fiebre del oro del siglo XXI. “Creo que están explotando el sistema [eléctrico]”, avisa Severin Borenstein, profesor de la Universidad de California, Berkeley, experto en los precios energéticos. “Dicho esto, el sistema está ahí y tengo alguna simpatía por él”.
Aunque es un sentimiento que no todos comparten. China prohibió en agosto de 2021 la “extracción” de bitcoins. El país lo declaró “indeseable”. Pese a todo, pervive una minería clandestina. Continúa existiendo la tecnología dorada. De hecho, está controlada por Estados Unidos (38%), China (20%, a pesar de la prohibición), Kazajistán (13%), Canadá y Rusia, con un 6% del mercado. Miles de personas criban números al igual que antes se tamizaban las aguas de los ríos para buscar pepitas de oro. Por si la competencia no fuera suficiente, el número de bitcoins es finito: 21 millones de unidades. Se estima, según Enrique Dans, que ya se ha minado el 97%. El negocio estará, entonces, en el intercambio de la divisa digital.
Desde luego no es la única criptomoneda con un gasto desproporcionado de energía. Una sola transacción de Litecoin exige 18.957 kilovatios y la variante Bitcoin Cash llega a 18.522. Las críticas saltan como esquirlas sobre una piedra de afilar. “El Bitcoin siempre vivirá en algún rincón oscuro de Internet al igual que un virus protegido en un búnker. No hay posibilidad de deshacerse de todos sus rastros. Solo tenemos que convencer al mayor número de personas de que lo abandonen y que nunca más resucite de entre los muertos”, aconseja Pete Howson, profesor de Ciencias Ambientales en la Universidad de Northumbria (Gran Bretaña).
Sin embargo, alguien, de vez en cuando, se acuerda de ese pasaje del Antiguo Testamento y de la voz de Cristo: “Lázaro, levántate y anda”. Ethereum (ETH) es la segunda criptomoneda por capitalización bursátil después del Bitcoin. El año pasado redujo el 99% de la energía necesaria para despejar esa ecuación cambiando el algoritmo. En lugar de utilizar mineros emplea validadores. Cualquier persona con al menos 32 ETH alcanza el rango de validador. La plataforma los selecciona al azar para que aprueben la creación de los nuevos bloques. O sea, que verifiquen que las transacciones de los usuarios cumplen con los estándares de la red. Este programa —que ha costado años de trabajo—se llama “Merge”. Los beneficios se sentirán en la velocidad, el coste y la capacidad de transacción. Y en una menor huella de carbono.
En este afán verde, algunas criptomonedas han introducido la preminería para evitar el despilfarro informático. Es un sistema que funciona de forma similar a la moneda fiduciaria (los billetes de toda la vida) y las acciones. Una autoridad central crea una cantidad fija de una moneda y la libera con cuidado en función de lo sucede en el mundo o la economía. Otras divisas virtuales, como el Ripple, se generan a partir de algoritmos. Esto elimina los equipos de mineros buscando la solución a una enorme velocidad con sus miles de contaminantes computadoras.
Dentro de este mundo impredecible, eso que los expertos llaman “sentimiento del mercado”, se orienta hacia convertir a las monedas digitales en activos más verdes. Una opción es que cuando se adquiera un Bitcoin a la vez tenga que pagarse una tasa por el carbono que genera. El activista climático, pero también inversor en esta divisa, Daniel Batten, uno de los más reconocidos (22.000 seguidores) en Twitter, muestra, destaca Simon Peters, analista de la casa de Bolsa E-Toro, “que las emisiones en la minería de esa criptodivisa disminuyen rápidamente”. Pese a todo, Bitcoin continúa estando —como hemos visto— muy por detrás de Ethereum en este camino sostenible. “Y es poco probable que cambie a corto plazo”, aclara Peters.
Hay, también, quienes alzan la vista y admiten el enorme gasto energético de estas monedas y reconocen el esfuerzo que están efectuando por limitarlo y emplear cada vez más fuentes renovables. Aunque proponen una letra pequeña. “Es urgente plantearse una reducción del consumo de energías de la actividad industrial y productiva en su conjunto”, asume Albert Salvany, consultor de PriorityGate, una empresa especializada en inteligencia artificial. “Pero sorprende cómo, a veces, esta preocupación no existe para otras actividades mucho más importantes en temas de volumen total por kilovatios/hora”, critica. Quizá la razón sea la sensibilidad social que recorre todas estas ecuaciones complejas. Muchos jóvenes han pensado que era una forma sencilla de ganar dinero. Y olvidaron que también tiene bastante de juego de azar. Tiraron los dados, y casi todos perdieron. La volatilidad (subidas y bajadas) de estas monedas resulta casi instantánea. También oculta una brillante moraleja. El arquitecto Norman Foster, tal vez el más influyente de los últimos 50 años, creció en un barrio muy humilde de las afueras de Manchester (Reino Unido). Su madre era camarera. Una vez alguien le preguntó: ¿Qué aprendió de sus padres? Tres palabras, contestó: “Trabajo, trabajo, trabajo”. La vida no concede atajos, ni siquiera digitales.
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