Miércoles, 26 de junio de 2024
Telecomunicaciones, conectividad, seguridad, defensa, geolocalización, navegación, meteorología, educación o investigación: la lista de servicios prestados a través de los satélites artificiales no ha parado de ampliarse desde que se lanzará el primer Sputnik hace casi siete décadas. Tanto es así que muchas de las tareas cotidianas de cualquier persona dependen directamente de esta tecnología. Sin embargo, existe una contrapartida poco deseable, ya que el uso humano del espacio exterior también deja huella en un entorno que, hasta hace muy poco, era absolutamente virgen.
Los desechos que flotan —o mejor dicho orbitan— alrededor de la tierra proceden de los 6.500 lanzamientos realizados para enviar al espacio 17.000 satélites, de los que 9.000 están operativos en estos momentos. Todo ello tiene como consecuencia que más de 11.500 toneladas de residuos permanezcan ahí fuera esperando reentrar en la Tierra. Aunque, quizá en un futuro no tan lejano, se pueda pensar en darles una segunda vida.
Entender qué es la denominada basura espacial pasa por comprender que no se trata de cáscaras de plátano, pañales usados o latas de refresco agotadas, sino de “satélites inutilizados y lanzadores que orbitan el planeta y ya no están operativos, así como sus fragmentos, procedentes de una explosión o una colisión entre ellos". Así lo explica Alberto Águeda, director de Vigilancia y Gestión del Tráfico Espacial de GMV, compañía que desarrolla tecnología y estrategias enmarcadas en la política de reducción de residuos espaciales de la Comisión Europea y la agencia Espacial Europea.
Y es que, al margen de los riesgos que entraña el regreso de este material al suelo terrestre y que los expertos consideran minoritarios, existe otra cuestión que ha de ser atendida: “Hay cuestiones relativas a la sostenibilidad que debemos afrontar desde el punto de vista medioambiental”, apunta Águeda.
Para empezar, "podemos entender el espacio como otro ecosistema. Lo triste es que, del mismo modo que los seres humanos impactamos en el océano o la atmósfera, también dejamos residuos en este nuevo entorno. Así, cuando un satélite termina su vida útil y no se puede hacer que regrese a la Tierra, sus restos se envían a la denominada órbita cementerio”, concreta el experto. En segundo lugar —continúa— “es reseñable que en las reentradas también se produce contaminación, ya que la masa que no se quema con la fricción atmosférica acaba cayendo a la tierra o al mar, e incluso se liberan ciertas partículas de aluminio que permanecen en suspensión”, aclara.
A todo ello, hay que sumar una problemática añadida: el Síndrome de Kessler. “Es un hipotético momento crítico en el que colisionarían los residuos entre sí desatando una suerte de reacción en cadena, debido a que los impactos generarían nuevos fragmentos en movimiento que, a su vez, también impactarían de forma sucesiva”, detalla. Precisamente, para que este tipo de situaciones no tengan lugar, el director de Vigilancia y Gestión del Tráfico Espacial de GMV tiene claro que no basta con monitorizar todos los desechos en órbita y controlar su reentrada, sino que “de cara al futuro debemos pensar en cómo retirarlos y aprovechar su material”. En otras palabras, la clave estaría en poner en práctica las tres erres de la economía circular en el espacio.
“Actualmente, evitamos los problemas mencionados guiando a las misiones en sus maniobras y con operaciones de mitigación y remediación. No obstante, ya existe la idea de impulsar la reutilización de los componentes”, asegura. El experto de GMV confirma que “las investigaciones estudian la posibilidad de recoger los residuos mediante grúas especiales para, a posteriori, utilizar impresoras 3D en el propio espacio y fabricar nuevos componentes para satélites”.
De esta forma, además de reciclar el material, se garantizaría la asepsia total: “Fabricar en el espacio nos ahorraría hacerlo como hasta ahora, en las conocidas como salas blancas, que son unas cadenas de montaje completamente esterilizadas y cuyo objetivo es evitar la contaminación de ecosistemas vírgenes con la entrada de microorganismos terrestres en otros planetas y satélites naturales”, subraya.
Iniciativas legislativas para una órbita sostenible
Aunque la Tierra esté dividida en estados, países o naciones, el espacio todavía pertenece a todos por igual. Por esta razón, las agencias espaciales colaboran a la hora de monitorizar el estado de estos residuos, evitar colisiones y tramitar las reentradas de objetos. Pese a todo, Águeda reconoce que “más allá de los aspectos puramente técnicos, hasta ahora no existía una gran coordinación internacional en la gestión de los residuos espaciales”.
Pero esta situación está cambiando en los últimos años, “con iniciativas legislativas concretas para regular las actividades y crear un marco normativo que armonice las leyes de diferentes países”, precisa. La Unión Europea es punta de lanza en esta materia y ya trabaja en una futura Ley Espacial.
De hecho, el Consejo de Europa aprobó el año pasado unas conclusiones tituladas Una utilización equitativa y sostenible del espacio que, para Diana Morant Ripoll, ministra española de Ciencia, Innovación y Universidades, “muestran la manera de garantizar la presencia europea en las órbitas de nuestro planeta de forma segura, protegida y sostenible”.
Sobre esta cuestión, Alberto Águeda recuerda algo que, pese a ser obvio, no deja de ser importante: “Mantener las órbitas limpias tiene un coste económico muy elevado, pero, sobre todo, es una labor esencial para asegurar un futuro sostenible de un espacio que es de todos".
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