Jueves, 14 de septiembre de 2023
El primer retrato del ser humano no fue su rostro sino la impresión de su mano sobre la pared de una cueva hace miles de años. Desde el Paleolítico, allá en la noche de los tiempos, la relación entre arte y naturaleza ha generado infinidad de movimientos artísticos, pero, sobre todo, una forma de entender el tiempo. Los artistas nos han enseñado maneras distintas de relacionarnos con ella e incluso en temas tan trascendentes y actuales, como el cambio climático, han sido esos canarios que antaño avisaban en las minas de carbón de escapes del gas grisú. Un gran creador es aquel que entendiendo su época es capaz de adelantarse a ella. Piero della Francesca, Caravaggio, Velázquez, Tiziano, Goya, Turner, Picasso, Miró, Richard Serra... Todos encajan en esa frase.
La historia del arte ofrece una visión fascinante de cómo el ser humano ha entendido el mundo natural. Desde las pinturas rupestres a fotografías y obras concebidas para un lugar concreto que, simplemente, celebran la belleza y la convivencia con la naturaleza. Claro que no siempre fue así. Aunque siempre ha existido en el arte, como mera excusa de la escena principal, la naturaleza no se transformó en una fuente de inspiración popular entre los artistas occidentales hasta el siglo XVII, cuando surgieron dos temas esenciales en la pintura de paisajes: esos escenarios de ensueño, e idealizados, que popularizaron Claude Lorrain y Nicolas Poussin, y el estilo más realista que se extendió por el norte de Europa. El pintor holandés, Jacob van Ruisdael, en sus enormes telas, representaba a la naturaleza en la contemplación más salvaje. Generalmente, el ser humano quedaba reducido a pequeñas manchas, al igual que un sueño. Hubo una ayuda. La Revolución Protestante convirtió la armonía con la naturaleza en una nueva forma de culto.
El siglo XVII inicia su ocaso. Estamos en Venecia. Los aristócratas británicos embarcados en el Grand Tour (un viaje por Europa, entre lo social, lo político y el “aprendizaje” sexual) se han enamorado de la ciudad. Esta pasión dio lugar a un movimiento, casi una industria (se producían por decenas), las vedute. Cuadros de vistas que servían como gigantescas postales de recuerdo. Gaspare Vanvitelli, Luca Carlevarijs y, sobre todo, Giovanni Antonio Canal, Canaletto, Francesco Guardi y Bernardo Bellotto explotaron el hallazgo. El vedutismo había prendido. Más tarde, a finales del XVIII y principios del XIX, el movimiento romántico, Friedrich, Turner —quien se ata a un mástil en una tormenta para dibujarla en su furia— y Constable perseguían mostrar la naturaleza salvaje.
Todo movimiento artístico es una respuesta a la búsqueda de una visión nueva del mundo. Y una sucesión de “ismos” recorrió el mundo occidental. A finales del siglo XIX, el plenairismo y el impresionismo francés casi se superponen al igual que capas de pintura. Los primeros usaron la luz natural para encontrar efectos como reflejos de agua o su movimiento. Y el sol cayendo sobre los árboles y los juncos. Rousseau, Corot o Millet —con sus famosos campesinos— forman parte de esta interpretación. A estas voces le dan respuesta otras. Renoir, Pissarro, Sisley, Morisot y, sobre todo, Monet que después crean el impresionismo. La pintura ya es a plean air (al aire libre). El nombre procede del crítico francés Louis Leroy quien decía, con ironía, que en sus cuadros solo observaba impresiones. O sea, bocetos. Ese sufijo sigue creciendo. Apareció el Luminismo. Pinceladas sueltas, luz y paisajes. Llevados al extremo de su belleza. Nació en Estados Unidos y se propagó al Viejo Continente. Fitz Hugh Lane, Albert Bierstadt y, en España, claro, Sorolla. “Realismo, diríase, iluminado con un potente foco de cine”, así lo califica Jorge Pérez, mecenas afincando en Miami y uno de los principales coleccionistas del mundo.
Acude, después, el expresionismo alemán (1905-1933) fruto de la premonición de los horrores que colapsarán Europa con la primera Gran Guerra. “Es el dolor del paisaje interno del hombre, y nadie como el noruego Edvard Munch se acerca tanto a ese sufrimiento”, describe el arquitecto Juan Herreros, quien inauguró en 2020 un extraordinario edificio en Oslo que albergará el museo del pintor. Una parada más y hay que adentrase en tiempos cercanos. El cubismo. La primera vanguardia. “La pintura se fractura. Desaparece —algo presente desde el Renacimiento— el punto de fuga. La naturaleza se representa como planos que se alternan. La perspectiva tradicional se disuelve y se transforma en múltiple”, describe el pintor Juan Uslé. Detrás Braque, Juan Gris o Picasso. El malagueño, por sí solo, representa un siglo de pintura. A contracorriente. “A través del arte expresamos nuestra concepción de lo que no es la naturaleza”, explicó. Su gran oponente de aquellos años, Matisse, por el contrario, dijo: “Un artista debe poseer la naturaleza”. Mientras, Cézanee se convertía en el padre de la pintura moderna.
Cambia la geopolítica del arte. La ciudad de París, sobre todo después de que el norteamericano Robert Rauschenberg ganara —era el primer estadounidense en lograrlo—, durante 1964, el Gran Premio de la Bienal de Venecia, deja su lugar, como centro del arte, a Nueva York. Fragua el expresionismo abstracto. Pollock, Motherwell, Willem de Kooning e incluso un joven granadino, llamado José Guerrero, irrumpe en la ciudad. Pero el lienzo se queda pequeño. Los artistas empiezan a mirar a la mayor tela que existe: la naturaleza.
A la vez se expresa la fotografía de la naturaleza. Quizá el principal fotógrafo medioambientalista haya sido el estadounidense Ansel Adams (1902-1984) y su imprescindible serie de parques naturales. La aparición del medioambiente como un género artístico empieza a finales de 1960. Obras para lugares concretos (lo que se denomina Site Specific Art), Land Art, Art Povera, con su origen italiano, dialogan con la naturaleza de forma distinta. Robert Smithson presenta una exposición (Dwan Gallery) en Nueva York titulada Earthworks. Son grandes intervenciones efímeras en la naturaleza que solo se captan con fotografías. Pero que tiene un problema. La célebre escultura Spiral Jetty (1969) de Smithson, en el desierto de Utah, utiliza excavadoras. Daña lo que quiere proteger. Pero la raíz había arraigado. Los británicos Richard Long y Hamish Fulton trabajan en esculturas pensadas para la naturaleza. Aunque quizá la intervención medioambiental más importante de todo el siglo XX no sea la más conocida. Durante la Documenta de Kassel (la cita más importante del mundo del arte que cada cinco años se sucede en la ciudad alemana) de 1987, el artista Joseph Beuys, y sus ayudantes, plantan 7.000 árboles (7.000 oaks, se llamó la pieza) en la población germana.
Desde entonces hasta nuestros días. Hoy, infinidad de creadores: Olafur Eliasson, Íñigo Manglano Ovalle, Maya Lin o Cristina Iglesias —quien incluso sumerge sus piezas en el arrecife mexicano— han hecho del medio ambiente su lienzo. ¿Una Edad de Oro entre creadores y naturaleza? “No lo creo. Para mí la Edad de Oro supone una cierta idea bucólica de la naturaleza. Se trata de una urgencia, ante la que muchos artistas, al igual que una parte de la sociedad, reacciona”, reflexiona Manuel Borja-Villel, ex director del Museo Reina Sofía. Pero lo cierto, apunta el comisario Gabriel Pérez-Barreiro, es que esta relación se “ha hecho muy visible en los últimos años”. Ahí están las iniciativas de Thyssen-Bornemisza Art Contemporary TB21 con los océanos. Muchos recuerdan, aún, la excelente instalación de 2020 de la neoyorkina Joan Jonas.
Detrás de bastantes de estos creadores y artistas hay un movimiento crítico. La chilena Cecilia Vicuña instaló en la sala de turbinas de la Tate Modern de Londres unos monumentales quipus (un sistema de comunicación y medición utilizados por los quechuas hasta la llegada de la colonización española) de 27 metros de lana y detritus encontrados juntos a sus ayudantes en el río Támesis. Eran como inmensos sudarios del medio ambiente. Cecilia deja un pensamiento. “El arte, al igual que un río, siempre está en transformación. En esto se parece a la poesía, en esto se parece a la vida”.
La pregunta es clara, al igual que el fondo de un arroyo. ¿Hacia dónde discurren las corrientes actuales, que suman medio ambiente y sostenibilidad? Una es dar visibilidad a artistas que siempre la defendieron pero fueron periféricos al sistema del arte. Los increíbles dibujos de Sheroanawe Hakihiiwe (artista Yanomami) ya se vieron en la Bienal de Venecia y en Art Basel. El Reina Sofía dedicó una exposición en 2021 a Vivian Suter (Buenos Aires, 1949) que trabaja en una antigua plantación cafetera en Panajachel, Guatemala, cerca del lago volcánico Atitlán, dentro de la selva. La relación de los creadores con el medio ambiente y lo sostenible ya no es periférica, no se trata de usar ciertos materiales, poner en evidencia (que también, como Cecilia Vicuña) determinadas actitudes de despilfarro o contaminación, sino crear allí donde la naturaleza y la sostenibilidad se funden en una geografía y un lenguaje común.
¿Te ha parecido interesante?