Jueves, 1 de febrero de 2024
En un mundo globalizado, la cuestión de las especies invasoras está a la orden del día. Ya sean animales o vegetales, virus o bacterias, atajar el problema debe ser una de las prioridades para evitar males mayores que suelen incrementarse mucho en poco tiempo. No son pocas las posibilidades que hay de regular estas poblaciones.
Para que una especie se pueda llegar a considerar invasora, primero habrá tenido que establecerse en un lugar del que no es nativa. “Esto puede pasar por razones naturales, como la dispersión, y de forma fortuita. En cambio, lo más frecuente es que sea el ser humano el que esté detrás de ello, ya sea voluntaria o involuntariamente”, apunta Fernando Valladares, doctor en Biología, docente en la Universidad Rey Juan Carlos I de Madrid (URJC) y científico del CSIC en el Museo Nacional de Ciencias Naturales.
Una vez llega a un nuevo sitio, no todas las especies se establecen. Aquellas más adaptables y agresivas sí consiguen sortear esta primera barrera y son las que se benefician de no tener depredadores naturales ni otras especies con las que ha coexistido en su hábitat natural y que cumplían cierta función de regulación. “Esto da lugar a una explosión demográfica con graves consecuencias económicas y ecológicas”, apunta el biólogo.
Estas consecuencias a las que se refiere el experto son, por ejemplo, el desplazamiento. Así sucedió cuando un alga escapó de un acuario en Mónaco hacia el Mediterráneo. En pocos años desplazó muchas algas nativas y alteró las comunidades previas. El caso más extremo es la liquidación de otras especies, como ha sucedido con las cotorras argentinas, altamente establecidas en España, que, además, suelen causar desperfectos en infraestructuras como cables y pequeñas estaciones electrónicas.
“Es muy diferente que una boa viaje en un contenedor de un avión a que una especie de pez se introduzca, porque a los pescadores les resulta divertido. Eso lo vemos con los siluros y los lucios, especies deportivas que llegan a los ríos y pantanos y terminan con su biodiversidad”, ilustra el científico. Lo mismo sucede con la avispa asiática introducida en el territorio español: “Ha matado a las abejas polinizadoras, y eso es un grave peligro”. Aunque depende de qué especie se trate, los efectos negativos suelen crecer rápidamente en el tiempo.
Ante los primeros indicios, si se interviene a tiempo, se podría reducir el gasto global que general las especies exóticas invasoras, que se sitúa en los 423.000 millones de dólares. Según representantes de 143 estados, y tal y como recogió el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, “las especies invasoras suponen una de las principales causas de pérdida de biodiversidad”.
Ya existen marcos legislativos encaminados a intentar evitar estos problemas, sobre todo en zonas insulares. El mayor ejemplo de ello son los controles en las aduanas y en las fronteras. Australia, Chile y Hawái son ejemplos de estados con protocolos estrictos. Por otro lado, también están las medidas físicas, orientadas a reducir las poblaciones de plantas o animales. Estas medidas suelen ser las más inocuas.
Otra forma de controlar y reducir a una especie invasora es introducir otra especie que las regule. “También hay que hacerlo con cuidado. En Australia se introdujeron zorros para controlar a los conejos y los zorros también se alimentaban de otras especies y al final tuvieron dos problemas”, rememora Valladares. En cambio, uno de los controles biológicos más extendidos, que se ha comprobado sin apenas efectos secundarios, son las mariquitas que se distribuyen por muchas plantas para reducir determinados tipos de pulgones y plagas.
Muy diferente es lo que ocurre con el denominado conejo europeo, una especie invasora en latitudes como las de Chile, Estados Unidos o Australia. Un estudio del Centro de Investigación en Ecosistemas de la Patagonia determinó que el conejo puede afectar a especies nativas icónicas, como las orquídeas, una especie de planta que podría ver amenazada su supervivencia.
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