Viernes, 10 de marzo de 2023
A lo largo de la historia, los huertos han estado siempre asociados a los pueblos, a enclaves rodeados de naturaleza donde estos pequeños cultivos encuentran un hueco a los pies de casas unifamiliares. De hecho, la práctica de sembrar hortalizas que luego se utilizarían para cocinar se ha consolidado a lo largo de los años como una costumbre eminentemente rural y propia de zonas agrarias, históricamente dependientes de cierta autosuficiencia por cuestiones logísticas o de acceso.
Sin embargo, las nuevas tendencias urbanísticas, enmarcadas dentro de los objetivos de nuestro tiempo –la mayoría de los cuales convergen en la regeneración ambiental–, destacan por el fortalecimiento de la relación entre la ciudad y la naturaleza: la ciencia nos dice que las ciudades solo podrán ser verdaderamente sostenibles si le damos espacio a la vegetación entre los bosques de cemento. Es aquí donde los huertos urbanos, aquellos en los que los urbanitas recuperan el cultivo y cuidado de sus alimentos en sus casas, se han revelado como una solución ambiental con múltiples beneficios, también para las personas y la sociedad.
La primera ventaja de que una persona cultive en su casa parte de los alimentos que utiliza en la cocina es la reducción de la agricultura intensiva, una fórmula que ha crecido en los últimos años para alimentar a una población cada vez más consumista y que perjudica tanto a la tierra como a las comunidades aledañas: la ampliación exagerada de los terrenos cultivables resta espacio para la fauna y flora, y desequilibra así el balance natural. Además, este cultivo intenso genera también una degradación del suelo que repercute directamente en la conservación de los ecosistemas. Al darle la vuelta a esta situación y reconvertir a los habitantes de las ciudades en pequeños agricultores, se consigue reducir el volumen de la demanda y se recupera en cierta medida la armonía.
Al aumento de la calidad y el sabor de los alimentos se une también el hecho de consumir productos locales, por lo que no existe la necesidad de generar desplazamientos para que la comida llegue a la mesa. Un ahorro de emisiones considerable que se completa al evitar el uso de fertilizantes o pesticidas, los cuales son un foco de contaminación para la tierra y los ecosistemas.
De esta manera, cada producto consumido que es generado directamente por el propio ciudadano es un granito de arena más en la lucha contra el cambio climático. Un hecho que no ha pasado desapercibido para las administraciones y cada vez son más las ciudades que potencian la creación de espacios en los edificios e inmuebles donde poder habilitar estos pequeños focos de naturaleza: un huerto urbano puede ubicarse en pequeñas parcelas inopinadas como balcones, repisas o terrazas. En este sentido, Barcelona, Madrid o Sevilla son algunas de las urbes españolas en las que, a través de programas municipales, se han puesto en marcha iniciativas de este tipo para favorecer el autoconsumo agrícola. De hecho, en Madrid hay más de una veintena de espacios habilitados para esta función gracias a iniciativas como el Programa municipal de huertos urbanos.
Cada huerto supone la creación de un ecosistema diminuto que, sumado al resto, genera un espacio natural que no pasa desapercibido para diferentes especies. Es el caso de los insectos polinizadores, los cuales encuentran en estos lugares un refugio verde cada vez más escaso en las ciudades. Se contribuye así al fortalecimiento de estas especies esenciales para mantener el equilibrio natural y cuya supervivencia se ha visto amenazada en las últimas décadas, así como a mejorar la biodiversidad de ciertas zonas, puesto que el efecto polinizador sirve también para recuperar especies vegetales dependientes de este proceso. Una recuperación que, para materializarse, debe ir de la mano de políticas de reforestación urbana que desencadenen la vuelta de más especies.
Estas pequeñas zonas vegetales también influyen directamente en aspectos como la mejora de la calidad del aire, derivada del proceso de fotosíntesis de las plantas; la reducción del ruido, dada la capacidad de la vegetación a la hora de absorber el sonido; y una mejora de la eficiencia energética a consecuencia de un mejor aislamiento y mayor conservación del calor –especialmente cuando se ubican en azoteas– y regulación de la temperatura.
Además, al involucrarse directamente en esta forma de microagricultura, las personas entran en contacto directo con la naturaleza, una cuestión a veces difícil de conseguir en las ciudades. De hecho, cada vez más expertos coinciden en que un huerto urbano en casa es el proyecto ideal para aquellas personas necesitadas de tranquilidad, puesto que la relación con la naturaleza reduce considerablemente el estrés. Un estudio publicado en la prestigiosa revista Frontiers of Psychology concluía que dedicar al menos 20 minutos al día para pasear o sentarse en un entorno natural reducirá significativamente los niveles de hormonas del estrés.
Los huertos urbanos suponen una tendencia imparable que, a todas luces, ha llegado para quedarse porque sus ventajas están cada vez más asumidas. Con el crecimiento desmedido de las ciudades y el desgaste de recursos del planeta, que la naturaleza recupere ciertos espacios no solo es un motivo de alegría: es, sobre todo, una necesidad.
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