Martes, 10 de enero de 2023
Mike Tyson tenía razón: los planes tienden a venirse abajo con el primer golpe. La leyenda del boxeo lo decía de forma más cruda, pero con la seguridad que da la experiencia. La invasión de Ucrania por Rusia -el golpe del que hablaba Tyson- ha dinamitado todos los planes energéticos, sobre todo, en Europa. España, sin combustibles fósiles y con una dependencia energética del 68%, no está tan sujeta a las importaciones rusas como algunas de las grandes economías del Viejo Continente. El país tiene relativamente garantizado el suministro y exporta electricidad y gas natural, principalmente a Portugal y Francia; pero no está fuera de la tormenta. Europa, en el mejor de los casos, va a tardar entre dos y tres años en reequilibrar su balance energético y la península ibérica no está al margen.
España participa de la tendencia global impuesta por la lógica de guerra. Prima la seguridad de suministro y la búsqueda de nuevas fuentes. Con la guerra en la puerta de la UE, los grandes fondos tienen menos exigencias; las compañías siguen produciendo electricidad quemando hidrocarburos y Bruselas ha asumido como “verdes” el gas y las nucleares.
El momento es delicado, pero España es de los países europeos mejor situados ante la crisis de suministro energético. En la última década -después de que el RDL 13/2012 suspendiera las inversiones en nuevas infraestructuras gasistas por el “déficit estructural del sistema gasista”- ha logrado rebajar la dependencia del gas argelino del 60% a casi el 20%, ha diversificado el suministro y mantiene siete regasificadoras que proporcionan la mayor capacidad de almacenamiento de GNL de Europa. España hizo lo que nadie hizo.
Sobre el papel, los objetivos de descarbonización se mantienen. La ruta establecida en la Estrategia de Descarbonización a Largo Plazo (ELP 2050) persigue reducir un 90% las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) a 2050 con respecto a 1990; una senda que debería permitir un consumo final de energía plenamente renovable a mediados de siglo. El objetivo aún está lejos. En 2022 -primer semestre- la estructura de generación eléctrica, según el gestor del sistema, Red Eléctrica de España (REE), era 44% renovable y 56% no renovable. En el podio, primero la energía eólica -22,7%-; luego, los ciclos combinados de gas (20,7%) y, en tercer puesto, la energía nuclear (20,4%).
El camino trazado en el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) -en revisión para actualizar y ampliar objetivos- debe llevar las renovables en 2030 al 74% de la generación eléctrica -42% de la energía final- con una potencia total instalada en el sector eléctrico de 161 GW. De ese total, 50 GW serán energía eólica; 39 GW solar fotovoltaica; 27 GW ciclos combinados de gas; 16 GW hidráulica; 9,5 GW bombeo; 7 GW solar termoeléctrica; y 3 GW nuclear, así como capacidades menores de otras tecnologías. La nuclear, además, habrá desaparecido por completo de la ecuación en 2035.
Por supuesto, según precisan los planes aprobados, “la distribución concreta por tecnologías renovables que se lleve a cabo año a año entre 2021 y 2030 dependerá, en todo caso, de la evolución de los costes relativos de las mismas (...)”. Hay retrasos. El año va a cerrar con la instalación de entre 4 GW y 5 GW de nueva potencia renovable. Será un buen ejercicio, aunque no ideal. El objetivo de los planes en marcha para instalar al menos 6 GW anuales no se ha cumplido en los tres últimos años.
Avanzar en la descarbonización requiere que hogares y empresas usen más electricidad y menos tecnologías emisoras de CO2. Lo más inteligente, señalan los expertos, es electrificar primero -con renovables- los sectores más accesibles por desarrollo tecnológico y eficiencia económica.
El problema es qué hacer con los sectores “duros” en los que la electrificación es más difícil, como la industria pesada (cemento, acero y productos químicos), el transporte pesado por carretera, la aviación y el transporte marítimo. Porque sin abordar el CO2 de estas actividades, será imposible lograr emisiones netas cero.
El hidrógeno verde -el generado con electricidad renovable- y los denominados “gases renovables” -biogás y biometano-, obtenidos a partir de residuos orgánicos, son la posible solución para los procesos industriales o aplicaciones energéticas que no puedan utilizar la electricidad de origen renovable como vector, y en particular para el transporte pesado por carretera, el aéreo y el marítimo, que es a lo que apuntan prioritariamente todas las estrategias y directivas europeas. En gases renovables, el plan de la Comisión Europea para independizar a Europa de los combustibles fósiles rusos ha marcado el objetivo de sustituir el 10% del consumo de gas natural por biogás.
En este apartado, España tiene todo por hacer. Y lo hará porque el biogás está vinculado a la gestión -obligada- de los residuos. En los dos o tres próximos años, según coinciden los expertos, habrá un desarrollo muy dinámico del biogás, aunque en ningún país va a tener una participación mayor del 20%-30% frente al gas natural. Es ahí donde aparece el hidrógeno verde, que puede tener uso tanto en el transporte como en la industria, a condición de que se realicen las inversiones necesarias para adecuar la demanda a la nueva tecnología.
España puede ser un gran centro logístico del hidrógeno, esa parece ser la apuesta del Gobierno. Pero no será posible sin un proceso eficiente de desarrollo de proyectos renovables. La ecuación es sencilla: cuanto más hidrógeno verde se quiera producir, más renovables se necesitarán.
Por supuesto, encontrar fuentes de energía a buen precio y no contaminantes es la clave. Pero es difícil. No obstante, para la Comisión Europea hay una a la que no se presta la debida atención. Según su definición, la eficiencia energética ha de considerarse una fuente de energía por derecho propio. Más aún, debería participar en el sistema energético en igualdad de condiciones con el resto de fuentes.
La Agencia Internacional de la Energía (AIE) comparte la idea. El director de la agencia, Fatih Birol, afirmó en febrero que la mejor forma que Europa tiene de afrontar la crisis de suministro para el invierno es un plan serio de eficiencia energética. Ponía como ejemplo la rehabilitación energética de los edificios más antiguos de Europa. Rehabilitándolos -sostiene Birol- se podría ahorrar la energía equivalente al gas que transportaba el gasoducto Nord Stream I entre Rusia y Alemania.
Eficiencia sí. Pero ¿dónde? Hay que diferenciar dos grandes áreas: la edificación y la industria. El potencial de ahorro y eficiencia en los edificios es enorme. En España hay 26 millones de viviendas construidas antes de 2007. La inmensa mayoría son energéticamente ineficientes. Y peor aún: la mitad del parque es anterior al año 1980 y fue construido sin normativa de eficiencia energética. El resto, excepto quizá las terminadas en la última década, tienen un aislamiento muy pobre. Hay un campo de juego amplio.
En la industria hay menos margen. Las empresas invirtieron en mejorar su eficiencia energética en la crisis de 2008-2009. Y ya no hay mucho recorrido. Aunque es cierto que cuando se renuevan los equipos disminuye el consumo energético, también lo es que el incremento de la demanda lo cubre con creces. El momento es difícil, pero, sin duda, está en marcha el modelo energético de posguerra.
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