Martes, 14 de febrero de 2023
En un mundo inmerso en continuos cambios, el aumento de la población, la escasez de recursos y los costes de producción plantean nuevas fórmulas para hacer frente al equilibrio entre la producción masiva y el desarrollo sostenible del planeta. La industria agroalimentaria tendrá que producir aproximadamente un 50% más de comida en 2050, según datos de la ONU. En España, este sector se encuentra entre los que más impacto tienen en el medioambiente: entre 1960 y 2010, la huella de carbono en la alimentación de nuestro país pasó de 1,5 a 3,6 toneladas de dióxido de carbono per cápita al año.
¿Cuál será la tendencia en alimentación en 2023? ¿Es posible una industria agroalimentaria sostenible? El desperdicio alimentario cero y el consumo de productos de proximidad serán las grandes tendencias del año. El futuro es esperanzador. De hecho, entre las más de 30.000 empresas del sector, los comercios y restaurantes de kilómetro 0 han proliferado para compensar ese impacto a través de la asociación con proveedores locales.
Para conocer cómo funcionan los eslabones de esta cadena productiva, los retos de futuro y su incidencia en España, hemos diseñado un menú gastronómico basado en un tipo de consumo diferente, más sostenible y respetuoso con los territorios locales.
Entrantes – El concepto de ‘slow food’
¿Qué sería de un menú sin unos entrantes? Si esta primera aproximación del comensal al producto se trasladase al concepto de alimentación sostenible, la pregunta es evidente: ¿Cómo surgió la idea del kilómetro 0 en la gastronomía?
Su origen se remonta a 1989, año en el que el sociólogo italiano Carlo Petrini puso en marcha un movimiento global en defensa de las tradiciones regionales, de una alimentación buena, limpia y justa y de un ritmo de vida más pausado, en contraposición al modelo de consumo promovido por la industria de comida rápida (fast food). Desde su fundación hasta la actualidad, ‘Slow Food’, como se denominó esta corriente, ha trasladado a 160 países su principal seña de identidad: la protección de la biodiversidad a través de la gastronomía.
El movimiento propone reducir la distancia entre los productores y los establecimientos de venta y consumo a un radio inferior a los 100 kilómetros, con el objetivo de minimizar los efectos que la industria a gran escala generan en el planeta: la erosión del suelo, la contaminación del agua o la pérdida del hábitat de las especies silvestres son algunos ejemplos. “Un sistema local de producción de alimentos complementa la alimentación sana y nutritiva con la responsabilidad social, prioriza los sistemas ecológicos, reduce los productos químicos y salvaguarda las técnicas tradicionales” sostiene Marta Messa, secretaria general del movimiento, y destaca que la agricultura a pequeña escala sirve un producto más fresco, protege la fauna local y viaja menos kilómetros.
Primer plato – La producción ecológica
En el movimiento slow food, la materia prima tiene su origen en una producción responsable, sostenible y ecológica, donde la economía a pequeña escala se prioriza frente a la industria mayorista. Esta premisa trata de reducir el número de intermediarios —a ser posible a uno— del campo del agricultor a la mesa del comensal. La ecuación es lógica: a menor número de intermediarios, menor distancia, menor transporte y, por tanto, menos CO2 se emite al entorno. El comercio de proximidad resulta, efectivamente, menos contaminante.
“La huella de carbono que genera mi venta de productos es mucho menor al comercializar mis alimentos a menos de 100 kilómetros”, asegura León Fernández, socio de ‘Huerto Vega del Tajuña’, un proyecto de la comarca de Chinchón que lucha contra la producción “más industrializada” de hortalizas en la zona. “Si comparas nuestra parcela con otra de al lado, en nuestro huerto hay más vida, biodiversidad y crece más hierba”, resume el agricultor.
Otro ejemplo de producción sostenible se encuentra cerca de Ávila, en el término municipal de Riofrío. Con una superficie de 16.000 metros cuadrados, ‘La Granja de Ibai’ produce huevos ecológicos certificados, procedentes de unas gallinas alimentadas con un tipo de pienso natural, libre de transgénicos, hormonas, colorantes y pesticidas. El propietario, David Jiménez, alude también al bienestar animal de sus tres mil gallinas, con “seis animales por metro cuadrado”, a diferencia de otras granjas donde el número de ejemplares se sitúa en torno a los nueve o diez en el mismo espacio.
Segundo plato – Restauración y comercio
Este papel lo representan los comercios y restaurantes de proximidad, dos alternativas para disfrutar de la comida, ya sea en la mesa de un ‘bistró’ o en los fogones del hogar. La primera opción engloba a un conjunto de mesones repartidos por toda la geografía española bajo el sello ‘Slow Food’, el cuál garantiza la trazabilidad de los alimentos y el impacto positivo.
En pleno centro de Valencia, ‘La Cantina de Ruzafa’ es el proyecto personal que emprendieron hace cinco años el gerente Jaume Vilà y la chef Eva Davó. Su filosofía reivindica la “cocina de la abuela”, y desde el establecimiento impulsan la ‘Alianza de Cocineros de la Comunidad Valenciana’, con el objetivo de tejer redes de apoyo a los agricultores de la zona y proteger a las variedades locales.
Tal y como cuenta Davó, la relación de “confianza y apoyo mutuo” con los productores es diferente a la habitual, pues es el restaurante quién fija un precio máximo, que el proveedor ajusta a los productos que tiene en el campo ese día, garantizando así su frescura y calidad. El desconocimiento de los alimentos que recibirán cada día estimula la creatividad en la cocina. Además, durante la semana ofrecen un ‘Menú artesano’ elaborado con productos locales a tan solo diez euros, con el fin de “democratizar la buena alimentación” para que los agricultores tengan condiciones dignas, la pesca sea sostenible y más gente pueda conectar con el kilómetro 0.
Si nos trasladamos al municipio de Alloza, en la provincia de Teruel, encontramos ‘La Ojinegra’, que funciona desde 2010 como un “referente en economía circular” de la comarca, al utilizar un producto local, generar empleo, captar turismo y realizar labores de investigación sostenible desde “la sencillez”. La propietaria, Belén Soler, presta especial atención a la temporalidad de sus productos, al cultivo ecológico, a un pago justo a los agricultores y a reclamar una “identidad territorial” desde la alimentación. Además, trabajan “bajo reserva” para evitar el desperdicio alimentario, y complementan su labor en los fogones con cursos de formación, ayuda a emprendedores y charlas divulgativas de la gastronomía rural ecológica.
Sin embargo, no toda la producción se dirige a la gastronomía. Su distribución llega también a pequeños y medianos comercios, que venden directamente al consumidor los productos elaborados de manera ecológica. En Madrid, el Mercado Productores agrupa cada domingo en tres localizaciones —Planetario, el primer y tercer domingo de cada mes; Alcobendas, el segundo y Valdebebas, el cuarto— a 36 comerciantes de proximidad para ofrecer frutas, hortalizas, empanadas, carnes de granja, panes y dulces caseros, a más de mil vecinos. “Son alimentos que recuerdan a los de antaño, en sabor, aroma y calidad”, señala el director del mercado, José Manuel Jurado.
Postres – El comensal, más concienciado
No hay comida que no termine con un buen postre, ni iniciativas que tengan valor sin la figura del consumidor.
El cambio ya puede observarse: En el momento de hacer la compra, el 93% de los consumidores son conscientes de que sus hábitos alimentarios tienen un mayor o menor impacto ambiental, según la Encuesta Sobre Hábitos de Compra y Consumo 2021 de la Mesa de Participación Asociaciones de Consumidores (MPAC). Al 88% le preocupa la sostenibilidad, y al 86% le gustaría que las etiquetas de los productos indicasen si el alimento es sostenible. Sin embargo, el precio de los productos ecológicos todavía es una asignatura pendiente, pues para 6 de cada diez consumidores les resulta difícil asumir el coste.
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