Martes, 19 de marzo de 2024
Si la Gran Pandemia interrumpió drásticamente las cadenas de valor y la tensión geopolítica las empujó a un proceso de resiliencia permanente, los avances en el combate climático obligan a las empresas a suprimir cualquier vestigio de polución que emane de sus sedes productivas. La neutralidad climática depende de ello. Porque los proveedores de materias primas, centros de manufactureras y Fabricantes de Equipos Originales (OEM) “son los responsables del 60% de los gases de efecto invernadero del planeta”, recuerda Kris Timmermans, responsable de operativa de cadenas de valor en el Comité de Gestión Global de Accenture, para quien, además, la puesta en marcha de mecanismos sostenibles en sus modelos de producción “impulsan su dinamismo y estimulan su capacidad de resistencia activa”.
Al otro lado de sus ecosistemas de negocio, los consumidores también parecen haber adquirido una predisposición al gasto de bienes y servicios sin huella de carbono. Dentro de una atmósfera en la que, según The Economist, el consumo se ha vuelto ermitaño, al incorporar nuevos hábitos que explican su sorprendente aportación a unas economías —especialmente las de rentas altas— que se resisten a entrar en recesión y que conceden preferencia a las compras selectivas, a los pagos a crédito, a productos duraderos por encima de servicios o mercancías perecederos y, por tanto, prescindibles y, por supuesto, con inclinación a las etiquetas verdes.
Un estudio de Boston Consulting Group (BCG) corrobora este último aspecto, la predisposición de los consumidores a decantarse por catálogos sostenibles e, incluso, a pagar una prima extra por certificaciones oficiales y globalmente aceptadas de que esos bienes han sido fabricados sin emisiones de carbono. Nicole Voigt, directora de gestión y socia de la consultora y su equipo de expertos lo han puesto de manifiesto a partir de una doble encuesta: la primera con una muestra de 1.750 personas en proceso de adquirir un automóvil —bien eléctrico o de biocombustibles— en China, Francia, Polonia, Reino Unido, Japón, Alemania y EEUU y la segunda entre 774 clientes en busca de hacerse con un electrodoméstico blanco, en este caso, una lavadora. Dos productos a los que se dirigen buena parte de las pretensiones de gasto en todo el mundo.
El sondeo de opinión perseguía comprobar si los consumidores están o no dispuestos a sufragar una prima verde; es decir, a pagar más por obtener garantías de que sus mercancías han sido fabricadas sin huellas de carbono. Y el resultado es alentador. El 57% de los encuestados desvela su predisposición a considerar “definitiva o con alta probabilidad” la comprobación de un sello de sostenibilidad productiva en sus futuras compras de un vehículo o electrodoméstico. Mientras casi nueve de cada diez (el 88%) estarían dispuestos a aportar un extra de, al menos, un 0,4% de recargo adicional sobre el precio por el esfuerzo de descarbonización de su fabricante.
Si bien la mentalidad sostenible —similar entre los socios occidentales de la UE y EEUU— resulta superior en los potenciales clientes de automóviles de China, Japón y Polonia o de lavadoras en el gigante asiático, también hay diferencias urbanas, generacionales, por niveles de rentas y por género. Los milennials y los representantes de la Generación Z y los urbanitas son más proclives a desembolsar ese extra por avales de sostenibilidad productiva que los residentes de edad más avanzada de suburbios —barrios de los extrarradios de las ciudades— o de espacios rurales, según la coincidencia de europeos occidentales, estadounidenses y japoneses.
Sin embargo, en Polonia o China es todavía más predominante. El 52% de los milennials (entre 28 y 34 años) de ambos países que viven en ciudades (77% en el mercado de Europa del Este y el 95% en el asiático) son los más propensos a financiar el sello verde. Los consumidores chinos son los más alineados con las preocupaciones en materia de sostenibilidad, afirman en BCG, con una mayor determinación a emplear ese gasto adicional entre hombres de rentas medias y altas.
Aunque, en realidad, más que a cuestiones de género o de ingresos, responden a segmentos de consumidores específicos porque los de mayor conciencia verde son los clientes eco-curiosos, los compradores pragmáticos y los buscadores de confort y calidad de vida. Los primeros, alertan en BCG, valoran la eficiencia de las fuentes productivas y defienden el reciclaje y las energías de origen renovable; los segundos, enfatizan el valor de su dinero y la rentabilidad —y los vehículos y lavadoras sostenibles se devalúan menos— y los terceros, que priorizan el atractivo de marca y la etiqueta sostenible está de moda.
Aun así, también hay tendencias nacionales. La mitad de los eco-curiosos alemanes pagarían un 3% más (unos 1600 euros) por un vehículo sin huella de carbono —la porción más baja de entre los mercados consultados— frente al 9% que sufragarían los chinos y japoneses, unos 4100 euros y 4500 euros, respectivamente, cifras que están en función del precio final. Este estrato social se decanta mayoritariamente por el coche eléctrico o híbrido, mientras que los otros dos creen aún más en los biocombustibles.
Todo ello, dentro de una tónica general en la que los tres perfiles de consumidores aportan una radiografía nítida: el 47% de ellos pagaría la prima verde —hasta un 3% en el caso de los estadounidenses, la cota más baja, y hasta el 9%, la más alta, entre los chinos— por un vehículo. En la adquisición de una lavadora descarbonizada este porcentaje escala al 55%, con los alemanes dispuestos a pagar un 6% más —los menos generosos con el extra— y los chinos en el otro extremo, con una intención colectiva de añadir un 12% a su gasto inicial.
Timmermans incide en el otro factor ineludible de este viaje sostenible del consumidor; la visión verde de las empresas. Así, corrobora, a partir de otro informe de Accenture, que las estrategias de sostenibilidad de las compañías implican a sus ejecutivos, con sus responsabilidades asociadas a unas cadenas de valor que deben hacer desaparecer sus huellas de carbono.
“Hay luz al final del túnel, un halo de esperanza”, porque casi la mitad de los CEO asume ese reto, la tercera parte dice estar reduciendo activamente sus emisiones Scope 3 —más difíciles de cuantificar que las incluidas en las escalas 1 o directas y 2, indirectas— y que son ocasionadas por la actividad empresarial, las presiones demográficas o los servicios y material industrial que se necesita para abastecer una ciudad, y la mitad precisa que su firma transita hacia modelos de negocios circulares.
El World Economic Forum (WEF) ha dejado un relato similar en la cumbre de Davos del pasado enero. “La mayoría de las compañías podrían multiplicar sus impactos en sostenibilidad a través de procesos de descarbonización de sus cadenas de valor”. En especial, las de sectores con altas dependencias del consumo y, más en concreto, ocho que emiten el 50% del CO2: alimentación, construcción, moda, bienes de consumo de entrega rápida, electrónica, automoción, transporte y servicios profesionales. Las reconversiones de estos sectores ganarían en eficiencia y en circularidad con tan solo una repercusión marginal en sus costes finales, ya que tendrían que activar instrumentos tecnológicos disponibles y líneas de financiación asumibles y asequibles.
En suma, las estrategias empresariales para revalorizar sus productos y servicios y asegurar la sostenibilidad de sus cadenas de valor cuentan con el respaldo de los ciudadanos, que dicen estar dispuestos a adaptar sus gastos de consumo a unos precios que certifiquen los esfuerzos de fabricantes, proveedores e intermediarios por hacer llegar bienes y servicios sin huellas de carbono. Evidentemente, no muestran predisposición a pagar la totalidad de la factura verde, pero desvelan su inclinación por costear una parte de la transición hacia las emisiones netas cero, lo que debe incitar a los sectores productivos a emprender la carrera hacia la neutralidad energética.
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