Miércoles, 20 de julio de 2022
Los equipos de protección individual (EPI) se han convertido en el sello de identidad de una pandemia que ha cambiado por completo nuestras rutinas: guantes, gafas protectoras, caretas, batas… Y con un protagonista indiscutible, las mascarillas, que pasaron a ser un elemento indispensable en el día a día de los ciudadanos.
Lo cierto es que ayudaron a reducir significativamente los contagios. Al menos eso indican algunos estudios experimentales llevados a cabo en Estados Unidos y que el Ministerio de Sanidad ha reflejado en uno de sus informes. La obligatoriedad y las recomendaciones de los Gobiernos y de la OMS sobre su uso han contribuido a que la producción no haya dejado de crecer: en 2020 las ventas de mascarillas a nivel global se multiplicaron por 200, pasando de 800 millones de dólares (681 millones de euros) en 2019 a más de 160.000 millones de dólares (136.000 millones de euros) durante el pasado año, según datos de Naciones Unidas.
La inmediatez que requería la situación llevó a la industria química a pisar el acelerador. Esta engloba desde la primaria, como la petroquímica, encargada de producir todos los derivados del petróleo (como el fenol, preciso para fabricar gafas de protección para el personal sanitario, o el policarbonato utilizado para las camas hospitalarias), hasta la secundaria, donde se obtiene el plástico o los detergentes a raíz de la primaria; y la terciaria, que elabora productos de biotecnología o farmacéuticos. Esta industria ha minimizado la caída del conjunto del sector industrial en 2020 con respecto a 2019, y según datos del INE, aumentó su producción un 10,4% en los seis primeros meses del 2021 con respecto al mismo periodo del año anterior.
¿Dónde acaban los EPI?
De esta forma se ha convertido en una industria clave para fabricar las grandes sumas de los EPI producidos desde el comienzo de la pandemia. Para hacernos una idea: si la población mundial utilizara a día de hoy la misma cantidad de mascarillas que usó Italia en primavera de 2020, estaríamos consumiendo 129.000 millones de mascarillas al mes en todo el mundo. El problema es que, en consecuencia, cada día se han llegado a tirar 3.400 millones de estos productos y pantallas faciales de un solo uso en todo el planeta. Esto abre un nuevo frente, ¿dónde acaban estos objetos?
Las miles de imágenes de plásticos desechados de un solo uso derivados del covid-19, flotando en las aguas de medio mundo, nos han mostrado que este es un problema que ha ganado peso en el último año, y hay que buscar solución. Para fabricar algunos EPI se utilizan fibras de plástico que tardan incluso siglos en desaparecer. Terminan convertidas en microplásticos y nanoplásticos que acaban en océanos y mares, van a parar al interior de los animales marinos y, después, a nuestros alimentos.
El impacto no es minúsculo: una sola mascarilla quirúrgica libera más de 170.000 microfibras en el mar cada día, según un estudio publicado en Environmental Advances. Naciones Unidas ya ha avisado: si no se toman medidas, más del 70% de estos plásticos terminará en océanos y vertederos, y hasta un 12% será quemado, contaminando y causando enfermedades en las zonas más vulnerables del planeta.
El lugar correcto para depositar los EPI usados por los ciudadanos es el cubo de restos, es decir, el conocido como cubo de basura. Ni el amarillo, ni el verde, ni el azul ni el marrón. El problema es que algunos EPI, como las mascarillas o los guantes, no son reciclables en la mayoría de los sistemas municipales —que combinan procesos físicos y biológicos— por una sencilla razón: los métodos utilizados no pueden separar la mezcla de polímeros que contienen estos productos. Uno de ellos es el polipropileno (un plástico de un solo uso), el componente principal de la mayoría de estos equipos de protección individual y en el que se centran muchas de las investigaciones para paliar esta problemática.
EPI: de plástico a biocombustible
Precisamente, la Universidad de Estudios de Energía y Petróleo de la India ha aportado algo de luz a este asunto, llevando a cabo un estudio en el que asegura que la fórmula más prometedora para reciclar el polipropileno es incluir el reciclaje químico en el proceso. A través de este método, propone una alternativa concreta para solucionar el impacto de los EPI en el medio ambiente: transformar el plástico que contienen estos objetos en combustibles líquidos renovables que luego podrán utilizarse para generar energía en el sector industrial. Y según su investigación, parece ser posible.
En general, existen varios métodos para transformar un residuo sólido en combustible, desde glucólisis, hasta hidrogenación o gasificación. Para reciclar plásticos, la técnica más utilizada es la pirólisis, que ya se utiliza a día de hoy (recurriendo a temperaturas que rondan los 300 y los 500ºC) para convertirlos en aceite líquido con diversas aplicaciones: desde turbinas de gas o sistemas de calderas, hasta generadores o motores. Ahora, la recopilación de estudios de esta universidad, en los que se ha llevado a cabo la pirólisis del polipropileno a diferentes temperaturas y durante distintos tiempos, demuestra que reciclar este tipo de plástico y convertirlo en biocombustible también es viable, ya que este método resulta capaz de generar bioaceite, que cuenta con un gran potencial para su biodegradación: “Se puede realizar en un reactor térmico cerrado entre 300 y 400ºC durante 60 minutos”, concluye el estudio.
Esta investigación abre la puerta a una nueva forma de otorgar una segunda vida a estos objetos. Desde que comenzó la pandemia, son muchas las acciones volcadas a reducir la contaminación provocada por estos productos: desde iniciativas empresariales e individuales que utilizan las mascarillas para fabricar otros objetos (por ejemplo, amarres de ferrocarril, colchones o taburetes), hasta proyectos muy en línea con este estudio. Precisamente, la ‘startup’ vasca Nantek ha dado un gran paso en esta dirección: ha desarrollado un sistema de reciclaje de mascarillas utilizando la pirólisis para transformarlas en biocombustibles.
En el informe ‘Hacer las paces con la naturaleza: un plan científico para abordar las emergencias climáticas, de biodiversidad y de contaminación’, Naciones Unidas refleja los principales desafíos medioambientales a los que nos enfrentamos, poniendo el foco en el incremento de la temperatura del planeta, el peligro de extinción que viven miles de especies animales y vegetales en el mundo, y las enfermedades y muertes prematuras que causa cada año la contaminación. En este contexto, el uso de estos combustibles alternativos cada vez cobra más fuerza y el artículo de la Universidad de la India así lo recoge: “Los desafíos de la gestión de residuos de los EPI y la creciente demanda de energía podrían abordarse simultáneamente mediante la producción de combustible líquido a partir de estos equipos de protección individual, que, además, es limpio y tiene propiedades similares a las de los combustibles fósiles”.
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